Cañón del indio Fiambalá, Mucho más que una leyenda
Cuando llegás a Fiambalá haces un recorrido de 14 km por la ruta 60 hacia el oeste, nos adentramos al corazón de Lorohuasi, una caminata por senderos de roca sedimentaria de aproximadamente. 2,8 km (40 minutos de caminata). Se puede observar una formación rocosa que aparentan ser dos rostros enfrentados de personas indígenas, dada la caracterización de sus rasgos faciales, como pómulos marcados, ojos profundos, nariz recta y alargada etc.
Esta historia desde hace siglos, se acuna en la memoria de antiguos pueblos andinos del noroeste.
La Leyenda
Por entonces, en Piamwalla, extenso poblado en las estribaciones occidentales de la actual Catamarca, cierta tarde, habría regresado corriendo desde Batungasta, un joven cazador llamado Hakán. Dicen que Wuayra sopló muy fuerte aquel día, saltando, veloz e intrépido, de casa en casa, como enojado; su voz huía aceleradamente y del pecho le brotaba un grito de fuego, precedido por el feroz rugido:
-¡Shiiiiihjihhhhhuuuusssjh! -¡Shiiiiihjihhhhhuuuusssjh! ¡Sólo El Zonda podía igualarlo!
Nadie olvida aún que, al oírlo, azuzando los sentidos de los nativos y los ánimos de la jauría enloquecida, hasta las rumis más arcaicas habrían de atemorizarse.
Hakán, exhausto y tembloroso, (distante del alborozado y temerario arquero, admirado por las doncellas más hermosas del poblado), habría de dejarse caer en la entrada al pueblo. Desde allí, ya sin fuerzas para dar un sólo paso más, vociferaría a los cuatros rumbos, espantado. Nadie entendía nada.
-Ahí vienen, ahí…vienen- vociferaba Hakán, con los ojos desorbitados y la voz entrecortada- ¡Vienen a esclavizarnos, poseen pechos de plata y filos de muerte!
Todos miraron hacia el sur: a lo lejos, muy lejos, los de mirada más aguda (como las de aquellos que revelan una vicuña a la legua), alcanzaron a precisar destellos cobrizos. Hakán tenía razón: los de pecho de plata y filos de muerte iban por Piamwalla. Se dio la señal de alerta y como hacía siglos no aconteciera, cada familia, juntó lo que pudo. Entre lágrimas y con un nudo en la garganta, hombres y mujeres, apiñaron a los niños y ancianos, embolsaron un poco de algarroba y maíz, algunos puyos y uno que otro viejo mortero.
El Sinchi Sayani, joven esposo y padre, famoso por su valor y sobrada nobleza, fue quién organizó ágilmente la marcha, junto a Urpi, su esposa, que cargara a la pequeña “killay” en brazos. Al atardecer partieron hacia el oeste, con gran premura; pretendían alcanzar las estribaciones del Guanchín. Caída la noche franquearon en silencio los terrenos donde solían sentarse a orar. Las rumis cinceladas por sus manos los vieron marchar, enmudecidas y mustias, a la luz de las estrellas. Hasta Wayra parecía acompañarlos y, de tanto en tanto, se abalanzaba hacia el sur, buscando amedrentar a los pechos de plata y filos de muerte. Pero éstos no dejaban de agitarse como serpientes de lumbres a lo lejos, de donde provenían los desgarradores gritos de los cautivos. Los Fiambalaos, marcharían sin cesar. De sus labios no brotaría un sólo quejido.
Durante la marcha, Hakán ya recuperado, insigne guerrero y aliado del Sayani, se dispuso junto al cacique de la población. Ambos, llevaban lanzas y flechas y darían la vida por su gente. Pese a todo, los pechos de plata transitaban más rápido. Disponían de bestias que avanzaban a paso de suri, cuales monstruos gigantes, de ojos hinchados, entrechocaban furibundos los herrajes y relinchaban a la par del griterío. Así dijo Hakán que los vio, cubiertos de sudor y sangre, con los verdugos aferrados a las espadas.
-Los pechos de plata, reían mientras acuchillaban a nuestros hermanos, convirtiendo el río en sangre, insistiría Hakán.
Al recordarlo, un grupo de ancianos detenido a descansar, expuso ante Sayani que preferían esperar el filo de las espadas.
-¡Sinchi!: sólo de esa manera, los niños y las mujeres, tendrán más oportunidad de huir, señaló Atuk, el más anciano.
Ni Urpi ni Sinchi Sayani ni el audaz Hakán, estuvieron de acuerdo aquella noche oscura en que la gran estrella, seguramente “Antawara”, parecía marcarles el camino. Ciertamente, se hallaban dispuestos a morir todos que dejar tan solo uno a esperar a la infausta muerte.
-Ya no habrá “Tupac”, ni “cusi” ni “suyana”, murmuraban resignados los ancianos, desde las penumbras. Sayani se hacía el desentendido. De pronto, se enderezaría como tigre embravecido para decirles que callasen, asustaban a los niños.
En eso, Wuayra vuelve a hacerse presente: -¡Shiiiiihjihhhhhuuuusssjh! ¡Shiiiiihjihhhhhuuuusssjh!, Trepa y desciende por las laderas con voz desconsolada. Es un gemido ahora: -No se detengan; los pechos de plata están a menos de una legua, no tendrán piedad…, parece murmurarles…
En aquellos desesperados segundos, en que “yuria” prorrumpía hacia el poniente, Sayani, se apartaría hacia las heladas aguas del Guanchín. Cientos de alfileres removerían sus dedos entumecidos. Fue entonces cuando con la mirada esparcida en las alturas, al amparo del resplandor de “killay”, surgió la invocación desesperada:
-¡“Nuna Inti Pachamama”! El grito habría de rugir con ferocidad entre las milenarias paredes de roca. Sus dioses parecían haberlos abandonado…
Fue un trueno iracundo, un latigazo ensordecedor en el vacío, tal vez, lo que hubo de lanzarse desde las profundidades de la montaña, antes del Loro Huasi. El rugido de la tierra dio paso al inexistente desfiladero que se abrió de la nada hacia el sur, cubierto de tierra y retamas.
Nadie dudó nunca que fue “Quyllur” quien señaló el pasaje al resuelto Sayani para que haga enfilar rápidamente a su pueblo. Sería lo último que se sabría de los Fiambalaos. Porque, ante los propios ojos de los conquistadores que comenzaban a llegar como ávidos sabuesos, confusos y ateridos, los tres hijos de la tierra, habrían de convertirse en piedra por voluntad de La Pachamama. Lo cierto fue que, desde aquel amanecer que nadie quiere ya recordar, nacería El Cañón del Indio, entre Guanchín y Loro Huasi, para salvar a un pueblo condenado.
Quiénes suelen aventurarse entre los intrincados corredores, a determinadas horas del día, si Tupac y La pacha lo permiten, claro, aún, se puede descubrir al valiente Sayani y a su amada Urpi, como queriendo darse un beso perpetuo. Sus rostros de perfil, expectantes y bravíos, además del audaz Hakán, vigilan desde que se tenga memoria el paso de los hombres por el cañón. Los arrieros aseveran que, en las noches, se escuchan voces y el clamoreo, como en un canto de cuna: “Killay, killay, Killay, urpillai…”, desde algún vago rincón; en tanto, Wayra, no deja de precipitarse por los callejones, con el antiquísimo y atemorizante silbido:
-¡Shiiiiihjihhhhhuuuusssjh! -¡Shiiiiihjihhhhhuuuusssjh! ¡Sólo El Zonda puede igualarlo!
Como le dije, esta historia no es historia y, sin embargo…, El Cañón del Indio existe, como sus estoicos guardianes.
Por Ignacio Martín Lui © (Prof. Guillermo Antonio Fernández).
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