Manuela Rasjido, la artista de la lana
El 27 de junio presenta en Arthaus una muestra desfile con piezas inspiradas en los Valles Calchaquíes, donde nació y vive.Los modelos serán artistas y críticos.Cómo pasó de la carrera de Letras a rescatar las técnicas de los antiguos tejedores andinos que aún usa.
Manuela Rasjido presenta su obra en Arthaus. Foto: Ariel Grinberg
A Manuela Rasjido la inspiran las montañas de colores de los Valles Calchaquíes de Catamarca, donde nació y vive. Los amarillos de los sembradíos de maíz y los rojos de los de pimientos. El río Santa María, que “corre al revés” cuando pasa por su pueblo. Las formas abstractas y los colores asombrosos de los antiguos tejidos de la cultura Wuari (de Perú) que parecen cuadros modernos. Las florcitas silvestres. El brillo de las piedras.
Pero no se queda ahí. Hace más de 5 décadas que se dedica a crear prendas y tapices con las mismas técnicas de hilado, tejido y teñido de comunidades originarias. “Ésa fue mi gran tarea, respetarlas”, afirma a Clarín Cultura. Y suma: “La lana de oveja finita, hilada a mano, con buena textura, con buena caída, es como un lienzo para un pintor: dispara mil cosas”.
Lo podrán ver el jueves 27 de junio, a las 19, cuando presente Arte para Usar, la muestra desfile en la que en vez de modelos participarán artistas, curadores y otros personajes del mundillo, en Arthaus, el centro de arte contemporáneo del Microcentro porteño (Bartolomé Mitre 434, gratis).
Pero ahora, cuando faltan dos días para esa movida, Rasjido (1952) recibe a Clarín Cultura en su departamento del Microcentro, entusiasmada también con un proyecto en el que está trabajando: una serie tapices sobre lonetas de algodón bordados con hilos de oveja con vistas de pájaro, estilo dron.
-Es parte del proyecto que llamo Flumen, por el fluir del río, el Santa María, que es muy particular porque en el alto Valle de El Cajón, que es un valle paralelo al mío, corre de norte a sur, da vuelta la cadena montañosa y en Santa María corre al revés. ¡Es insólito pero es así! Vivo en una zona seca, de crecidas de verano. Pero el río es el alma de cualquier pueblo. Yo querría ayudar a crear conciencia de que tenemos que cuidarlo, que de algún modo la gente que vea la obra lo asocie con su propio río, porque todos tenemos un río que nos apropiamos.Arte para Usar. Una de las creaciones de Rasjido. Foto: archivo
-¿Cuándo empezaste, hace más de 5 décadas, tenías en mente una intención ecológica?
-No, yo sin saber estaba haciendo una ropa ecológica pero no la denominaba así. El tema es que como me inspiraba en culturas antiguas que de por sí son ecológicas por naturaleza, valga la redundancia, al copiar y realizar y pulir sus técnicas, porque esa fui mi gran tarea, respetarlas, hacía una moda ecológica, cero industrial, pero sin saberlo. Fue natural.
–Decís natural pero venías de estudiar Letras. ¿Cómo fue el encuentro con el diseño y el arte?
-Me críe en una casa rural, donde había árboles grandes, se plantaban maíces, pimientos… era hija única y me quedaba sola con mi abuelita Manuela, quien sabía tejer y tenía su telar. Mi madre, nada que ver, se dedicaba a la docencia. La abuela era una matriarca: manejaba toda la parte de la finca, que se plante, que se riegue, y era también muy buena costurera. Yo tenía 19 años cuando se murió y ya vivía en Tucumán, ya estaba estudiando en la universidad. A veces pienso que la podría haber disfrutado más, pero que se ve que sí me marcó. Nunca pensé a dedicarme a esto.
-¿Aprendiste a tejer con ella?
-Aprendí bastante, de chiquita. Pero, sobre todo, me acuerdo de que hacía como casitas debajo del telar y miraba todo. Ella me hizo un tapadito de barracán -tejido- cuando era muy niñita, allá se hacían los barracanes, son recuerdos de tiempos muy felices. Yo no tenía ni idea de lo que pasaba afuera, vivía en ese mundo bucólico. Y, al mismo tiempo, mi mamá me indujo a leer y me encantaba.Arte para Usar. Manuela Rasjido. Foto: archivo Clarín
Cuando arrancó con la ropa, Rasjido estaba de novia con el artista plástico Enrique Salvatierra, quien hoy es su marido.
-Él venía a Capital y me empezó a incentivar. Yo tejía y hacía ropa para mí y, como a algunas compañeras de la facultad les gustaba, para ellas. Enrique insistía. Yo pensaba: ¿qué voy a llevar a Buenos Aires? Al final hice tres camisolitas, bien básicas, pero le había pintado cosas del valle y a otras las había teñido tipo batik. Una amiga, la “negra” Luna, esposa de Félix Luna -Felisa de la Fuente-, tenía un puesto en la feria de San Telmo y también insistía: traigan cosas de Manuela. Allá fueron. Un domingo pasó por ahí un señor que era de Mar del Plata y le encargó 7 de cada modelo. No me olvido más. Y yo estaba con los finales de la facultad y Enrique me mandaba telegramas, ni teléfono, telegramas. Esa cantidad de camisolas para mí, como las hacía sola, era industrial. Y bueno, no dormí, pero cumplí con la facultad y las camisolitas. En ese momento pensaba que sería era una anécdota, que lo terminaba y chau. Pero unos meses después, en una tienda de Tucumán, vidriera, íbamos con Enrique y le digo: ¡Pará, mirá, eso lo hice yo! En esa época habían quedado sin trabajo profesores de la universidad y un sociólogo había abierto la boutique con otros docentes, habían ido a Mar del Plata y habían comprado mis camisolas.
-¡Una vuelta del río de tu pueblo parece!
-¡Igual, tal cual! Habían comprado cinco y estaban bien caras. Bueno, nos hicimos amigos y arranqué. Llegaba el invierno y no podía yo seguir con dos agujas porque no me iba a rendir. Y me gustaba el telar pero no sabía cómo hacer las telas para que no quedaran gruesas ni duras ni ásperas. Así que empecé a investigar.
-¿Por qué decidiste hacer las telas en vez de comprarlas?
-Me encanta eso, sentirlas con mis manos, que lleven mis huellas. Un amigo me dijo lo mismo que vos: comprá telas y me trajo tres cortes. Yo los veía duritos, asperitos, porque los barracanes del norte son rígidos, y pensaba quiero eso pero más suave, con más caída. Empecé a visitar a las tejedoras viejitas del valle, despacito, unos mates, unos pancitos, de a poco, y tampoco te dan todos los secretos. Así aprendí. Me di cuenta de que había que elegir la lana y no golpearla. El gran secreto es ése: no apretujarla. Suena facilísimo pero para aprender y para hacer eso necesitás mucho de prueba y error.
-¿Cómo llegás a crear colores?
-Empecé con los tono tierra, respetando los colores de las ovejas, el clásico cáscara de nuez. Las señoras que hacían artesanías en mi pueblo estaban felices porque habían llegado las anilinas que les facilitaban mucho, y estaban con el amarillo, el fucsia, y al teñido natural le habían dejado de dar bolilla. Pero yo iba a contramano, quería ir para atrás, y empecé a viajar para visitar comunidades del cordón andino. También fue clave una muestra en MET de Nueva York de textiles peruanos antiguos y había unos Wuari que eran brutales. Yo me centré en uno pequeñito que tenía colores maravillosos porque eran antiguos y actuales a la vez, en abstracciones… era como ver arte moderno con siglos de historia. Y dije: esto me encanta, tengo que averiguar cómo hicieron hace cientos de años esos colores, azules, rojos, fucsias, y siguen así de impecables. Y seguí investigando.Arte para Usar. Manuela Rasjido. Foto: archivo Clarin
-¿Cómo hacías para acercarte a las tejedoras, a espacios tan íntimos?
-Sí, son como capsulitas. Mi tonada me ayudaba en los Valles Calchaquíes e iba de a poco. En otros países fue más difícil. Pero, para mí, lo fundamental ahora es que estamos en una era de apuro y se siente en todo y en cualquier lado. Por ejemplo, había un lugar en el norte en el que todos tejían y se hacían unos barracanes muy lindos. Se llama Santa Catalina y está cerca de La Quiaca. Pude llegar, hará 48 años, y comprar algunos que son de colección. Hará unos 15 años volví. Le pregunté a una chica joven por los barracanes y no sabía qué eran. Aquello murió. Todo cambió y además hay desconocimiento y desinterés. Claro que en mi provincia existe gente que hace ponchos de vicuña hilados a mano pero tienen costos muy altos porque realmente llevan mucho trabajo. En general, con otras lanas, los artesanos van a lo más rápido, lo más tosco. Si yo quisiera empezar hoy con hilado a mano y telar manual sería mucho más difícil. Antes las hilanderas cuidaban las ovejas e hilaban, el marido terminaba con el cultivo, volvía y tejía. Hoy eso no sería sustentable.
-Al final creaste tus tonos.
-Sí, y me ayudaron en el pueblo. Un día un señor bajó de Mina Capillitas y me trajo un puñado de piedritas para que probara teñir. Las molí y logré unos azules fabulosos. Le pedí más y me traía cuando él quería: las regulaba. Nunca me dijo dónde buscarlas, y no era por plata, se trataba de su secreto. Yo creo que le gustó de mi obra que valorara la naturaleza. Después de que murió, no busqué más. Hay algo mágico en eso. Hay vecinos que aún hoy me dan una mano para juntar lloro, como se le llama a una resina que cae del algarrobo en gotitas. Le colgamos una botellita a una rama y de a poco se va llenando. Lo mismo con la jarilla, que la amo, que es muy versátil, y me permite hacer muchos tonos. Hay yuyitos y un palo azul, que se da en la parte más alta, que logra unos celestes grisáceos maravillosos.
-Con lo que estás contando, hacés pensar en cómo miramos la naturaleza, no sólo en que no siempre la miramos ni la cuidamos. ¿Mirás como los Wuari?
-¡Miro un yuyo y pruebo! Somos también esas memorias. Y en esto no podés ser ansiosa. Todo es lento. Anoche pensaba en que el tejido es otro lenguaje, ¿no? Pensaba en eso que hablábamos de la mezcla de Letras y lo textil. Yo empiezo del vellón y también termino contando historias que si no, tal vez, se perderían. Me acordé de Roland Barthes que decía que un texto se lee tanto en la superficie como en los intersticios. El espacio es el tejido.
Trama que te trama
En la Ciudad. Rasjido vive en Catamarca pero tiene un refugio porteño. Foto: Ariel Grinberg
Rasjido, aquella niñita que hacía casitas bajo el telar de la abuela, ya realizó más de 100 exposiciones y desfiles, tanto en Argentina como en el exterior, entre ellas, Desfile en Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (2015) y Barroco Americano, en el Museo de Bellas Artes Emilio Caraffa de Córdoba (2022).
También obtuvo el Premio Nacional a la Trayectoria Artística, Museo Nacional de Bellas Artes (2018), a la Trayectoria Artística del Fondo Nacional de las Artes (2020), la Distinción a la Trayectoria. Academia Nacional de Bellas Artes (2023) y el Konex de Platino (2012), entre otros.
En el desfile que organiza para el 27 de junio en Arthaus participarán unos 30 “no modelos”, entre ellos, los artistas Carolina Antoniadis, Chiachio & Giannone, Karina El Azem, el actor Boy Olmi y la experta en arte Florencia Battiti. Junto a una productora, se van a vestir en el lugar. La sorpresa es para todos.
La propuesta, que incluye la intervención musical de Tambor fantasma, grupo de percusión, es parte del programa de integración que desarrolla Arthaus.
-Hiciste varios desfiles-muestras en museos, pero esta es la primera vez que los modelos son artistas y personajes del mundillo de las artes plásticas. ¿Cómo surgió?
-No quería volver a hacer lo mismo. Quería pasar de modelos a personas reales. Conversando con María Teresa Constantin –directora de Artes Visuales de Arthaus- surgió que fueran artistas y personajes del mundo del arte.
-¿Qué te cansó de los modelos? ¿O querías correr más el eje de la moda hacia el arte?
-Quería ver qué produce toda esta movida en otras personas. Las modelos son profesionales y saben qué hacer. Esto, en cambio, es insólito. Todo es raro. Las modelos son todas altas, acá habrá petisos… ensanché faldas.
En Arte para Usar – que es además el nombre del proyecto matriz de Rasjido- se verán, por ejemplo, sus “kimonos Wuari”. Explica: “A mí siempre me salió naturalmente una morfología un poco oriental o rusa, no sé por qué. Y, al mismo tiempo, me llamaron la atención algunos rasgos andinos parecidos con gente de esas zonas, como los ojos rasgados, los de los mongoles. Hace un tiempo vi una muestra de daguerrotipos de finales del siglo XIX y principios del XX en un espacio que ya cerró, La Abadía, en el barrio de Belgrano, que un zar había mandado una expedición de fotógrafos al nordeste asiático y una universidad de Valencia, España, había recuperado el material. Me parecía conocer algunas de esas caras, algún ritual. Me dije: estoy con lo Wuari y lo mezclo con kimonos, que me encantan. En algunos kimonos puse unas pequeñas florcitas silvestres del campo de mi casa pero agrandadas para que impacten visualmente, con lana y terciopelo. Son búsquedas. El desafío para mí es partir del mismo material, que me parece infinito. Ese material básico, lana de oveja finita, hilada a mano, con buena textura, con buena caída, es como un lienzo para un pintor: dispara mil cosas”.
-¿Y tus túnicas emblemáticas cómo nacieron?
-Tienen esa geometría más fijada, que alude a montañas, picos, lomadas… pero yo, después de que las hice, vi ta(nto que tiene que ver con la Escuela Bauhaus -de arquitectura, diseño y artesanías de vanguardia, semillero moderno, en la Alemania de década de 1920- ¿La Bauhaus calchaquí será? (Risas) Ves la obra de Sonia Delaunay, que descubrí en viajes y con lecturas mucho después, y podés tejer relaciones con mis formas. Pero, al mismo tiempo, ¿quién no tiene una montaña o una lomada en la cabeza?
-Jugás con la relación con la moda. Hacés desfiles en vez de performances y muestras. ¿Cómo te llevás con la etiqueta de diseño en vez de la de arte?
-Yo hacía diseños pero me interesa mirar más, qué sé yo, me subía a un pucará de Santa María y observaba los sembradíos de maíz de unos amarillos bellísimos o si eran de morrones de rojos fabulosos, y para mí esas eran paletas.
-Bueno, en Maimará, está el cerro “La paleta del pintor”.
-Claro, y yo tengo montañas de colores apenas salgo de casa. Pareciera que se fue dando esa unión entre diseño y arte. También hice los tapices clásicos en los años 90.
-¿Qué esperás que pase con este desfile?
-No lo sé. Me atrajo que fuera algo distinto y el hecho de ver qué sucede. Esta incógnita, como los intersticios o los silencios, tiene su importancia en cualquier trama.